Está muy de moda hablar de metodologías activas, nuevas metodologías o aprendizaje activo; del mismo modo estos términos suelen asociarse a nuevas formas de aprendizaje a partir de métodos, enfoques, modelos o estrategias, entre las que se encuentra el aprendizaje basado en proyectos (ABP o PBL, por sus siglas en inglés).
El aprendizaje basado en proyectos, creado desde el paradigma de la acción (desarrollo de competencias), es una metodología que aumenta la implicación y la autonomía de los estudiantes, mejora las habilidades de trabajo en equipo, incrementa considerablemente la motivación, permite individualizar el aprendizaje, y detectar las fortalezas y puntos de mejora; en consecuencia tiene muchos puntos a favor que la convierten en una metodología deseable en las escuelas.
Sin embargo, su implementación requiere de un trabajo profesional y en equipo, que permita llevar al aula todas aquellas ideas de proyecto, sugeridas por los maestros (o propuestas por sus alumnos, por qué no) que permitan que los estudiantes aprendan lo que deben aprender.
Justo allí está el principal problema – o error para ser más preciso -, pues si queremos emplear la metodología de ABP, pero la encajonamos según mandan los contenidos previamente planificados, matamos la esencia de la propuesta. El ABP requiere mayores libertades y un análisis de las oportunidades de aprendizaje desde el momento de la propuesta y planificación, hasta el producto y reflexión. Es decir, no solo mirar los contenidos, que evidentemente son importantes, sino dar la real relevancia al desarrollo de competencias y sus niveles de logro deseados.
Además de ello, resulta vital considerar que un buen tema de proyecto sumado a una buena organización del trabajo en equipo, no garantizan el éxito del proyecto ni el aprendizaje, si no se avizora un producto “que valga la pena”. Si bien es cierto, este producto debe ajustarse al nivel educativo de los estudiantes, es tan o más importante que responda a una necesidad real del estudiante o de su entorno: que resuelva algún problema real.
Está claro que un niño de 3° de primaria no tendrá los mismos recursos para dar solución a un problema que un estudiante de 3° de secundaria; y eso es justamente lo más interesante; pues el mismo problema, podría ser abordado por alumnos de grados educativos distintos dando soluciones adecuadas según la edad y el nivel de logro de competencias deseado. Por ejemplo: ante un problema de escasez de agua, un alumno pequeño podría colaborar haciendo murales o carteles y un alumno de secundaria podría ser parte de una campaña de conservación en medios digitales.
Solo así quedarán de lado las interminables maquetas sin escalas, o los ceniceros de arcilla; y tienen nuevas posibilidades los productos que atienden necesidades reales de los estudiantes y su entorno; promoviendo de esta forma un aprendizaje crítico y activo.