Ir al cine es un placer, a pesar, incluso, del maldito IVA cultural. Sentarte y disfrutar por algo más de una hora, ajeno al mundo, de esa ficción que has elegido que se desarrolle ante ti.

Ir a un concierto también es un placer. Cantar, bailar y emocionarte a escasos metros de tu artista favorito interpretando los temas que has escuchado cientos de veces.

Cuando vas al cine con tu pareja y elige ella la película la cosa cambia y, de repente, entiendes a Einstein: un minuto de Whiplash no dura lo mismo que un interminable minuto de Bridget Jones. Si ya a los que acompañas a la sala es a tus hijos y no tienen edad como para esperarlos fuera, la sensación que en tu cerebro puede provocar la palabra cine quizá esté más cerca del sufrimiento físico que de una actividad placentera.

Con un concierto, lo mismo, prueba a escuchar en directo a los Cantajuegos o al que quedó tercero en La Voz hace tres años, y hablamos.

Con la lectura pasa lo mismo, pero no nos enteramos. No se puede obligar a 25 alumnos a leer el mismo título porque cada uno de ellos tiene gustos particulares, personales y distintos.

Nos bombardean a diario con la “atención a la diversidad” –que bien merecería, no un artículo, sino un número especial ex profeso-, pero cuando llega la hora de enganchar a nuestros escolares al hábito lector nos la pasamos por el forro, la vestimos de obligación y, como guinda, la hacemos pasar debajo de la escalera del examen.

¿Se imagina usted que una señora, a la salida del cine, lo esperara con un cuestionario sobre los pormenores de la historia? Al cine se va a disfrutar, no a pasar una hora y media en tensión intentando recordar cómo llegaron a aquel hotel o quién era realmente Alfred, el conductor del autobús del minuto 52. Por eso, cuando salimos, preguntamos “¿qué te ha parecido?” en lugar de “¿cuántas parejas anteriores al matrimonio había tenido el protagonista?”.

Pero los profesores, en las programaciones, incluimos una lista de “Lecturas obligatorias”. Y Juan, que tiene 14 años y está en segundo de ESO repitiendo, que escucha rap en sus ratos libres y que ha empezado a salir con Estela, una niña de 4’B, se va a leer el mismo libro que Saray, que vive en un cortijo y viene al instituto en el transporte, donde solo se relaciona con Clara y Mireia, cosa que preocupa mucho a su madre junto al hecho de que sigue jugando con muñecas. Y ambos se van a leer Abdel, de Enrique Paez, por ejemplo, porque como queremos fomentar la lectura vamos a ignorar por completo sus gustos personales y los vamos a cuantificar con un examen en el que la primera pregunta será cómo aprendió Abdel a escribir.

¡Y queremos que se enganchen a la lectura!

También me encanta que los alumnos se tengan que leer dos libros a la vez. En un país donde el 35% de sus habitantes no lee “nunca o casi nunca”[1] hay centros educativos donde los alumnos tienen, simultáneamente, dos libros de lectura. Obligatorios, por supuesto.

Yo he leído, en algunas ocasiones, más de dos libros a la vez. Los tengo tanto en mi mesita de noche como desperdigados por la casa. Quizá me apetecía un poco de Lezama Lima antes de ponerme con The Martian (me defraudó mucho, por cierto). Otros días pasaba del marciano y me dejaba abducir por Stoner (gracias, Valverde), y ese día ni Lezama ni micción antes de dormir. Pero a mí me gusta leer. Elijo lo que leo y tengo 33 años.

La lectura es libertad

Les voy a contar lo que hago en mis clases.

El acto de leer es obligatorio. Todos los días de clase dedicamos los diez primeros minutos a leer. ¿No se quejaban de que las clases de 60 minutos eran demasiado largas? Les aseguro, incluso, que funciona mejor que el Mindfullness o cualquier otra técnica que el iluminado de turno de su centro les quiera vender por panacea.

Los alumnos eligen libremente los títulos y yo les doy el visto bueno. Normalmente soy mas estricto por lo bajo que por lo alto, quiero decir, no permito un Gerónimo Stilton a partir de tercero de ESO, pero sí acepto una Historia Interminable en primero.

Los cómics están permitidos, ¿han leído ustedes Astérix? He tenido unos cuantos alumnos a los que les gustaba el manga y, gracias a ellos, he descubierto un mundo que, si bien no me atrae, ha aumentado mis coordenadas culturales. Bob Dylan es Nobel de literatura, los cómics son literatura. Prueben a escribir una canción o un cómic.

La relación que se mantiene con el libro no es marital. En cualquier momento posterior a la lectura de las primeras 30/40 páginas el libro puede ser cambiado por otro previa exposición oral de los motivos. Los alumnos deben tener claro que en algún lugar de la biblioteca del centro hay un libro esperándolos, solo tienen que encontrarlo. Leer no es un coñazo, pero un libro en concreto sí puede serlo.

Después de la lectura se debe realizar una reseña del libro delante de la clase al estilo de los booktubers actuales. Para ello, analizamos en clase algunos canales de estos booktubers y, con ellos, sus técnicas de expresión y trucos. El alumnos elige entre grabar un vídeo que visionamos en clase con permiso de la pizarra digital, una presentación de diapositivas o salir a la pizarra. Los parámetros que valoramos tanto la clase como yo con distinto peso (mi nota vale más), son: expresión, interés, materiales y originalidad.

Solo planteo un libro al trimestre, pero es una técnica de psicología inversa, la inmensa mayoría se lee dos. Y se lee dos porque los títulos les gustan, y como les gustan se enganchan a la historia, y yo les facilito la adicción porque leemos todos los días, y como están enganchados leen en casa (no todos y no mucho, pero lo suficiente como para leerse dos al trimestre).

Deberían probarlo, los resultados son sorprendentes. Obsérvese que no he dicho buenos o malos, solo sorprendentes.

[1] CIS 2015.