La labor docente engloba el diseño, la aplicación y evaluación de cada parte del proceso de aprendizaje. Con el objetivo de generar una cultura de innovación a partir de la cultura del conocimiento, somos responsables de buscar conocimiento y hacerlo efectivo, y al mismo tiempo compartirlo con el resto del cuerpo educativo.

Nuestro objetivo, como docentes, es preparar a los alumnos para que piensen críticamente, y entrenarlos para comprender, optimizar, profundizar, conectar y aplicar. La acumulación inconexa de contenidos y su posterior evaluación ha quedado atrás. Entrenamos para conectar, no para acumular.

Para ello, debemos desarrollar dos competencias esenciales. Por un lado, para adaptarnos a las necesidades que exige el progreso educativo, debemos saber gestionar unas metodologías coherentes que recojan el aprendizaje del alumno como su núcleo esencial. Asimismo es imprescindible el desarrollo, en mayor o menor medida, y según exija tanto el contexto como el nivel dentro del aula, de nuestra formación tecnológica.

En conclusión, el siglo XXI exige una evolución positiva del sistema educativo, y demanda un cambio en la predisposición docente. Dentro del aula, ya no se trata tanto de una comunicación emisor-receptor sino más bien de una correlación cuyo objetivo, el aprendizaje, es inamovible, pero sus componentes, adaptados a las necesidades de cada individuo dentro del grupo, pueden variar. El docente debe poner al día sus competencias y olvidar la faceta calificadora para centrarse en una evaluación individualizada y adaptada a las potencias de cada alumno.